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Susurros y silencios

Todas las noches es igual. Por eso los odio: tener que oírlos. Si tuviera un poco de dinero me compraba una casa grande en medio de un jardín amplio, verde, hermoso- Quizá pondría corcho en las paredes. Pero aquí no sirve de nada. No hay forma de aislar el ruido. Hace unos meses leí en una revista de decoración –yo no la compré, qué locura andar gastando en esas estupideces; estaba en el consultorio de un doctor que me ve las várices -que las cajas de huevo –los cartones, se entiende- protegen del ruido. En vano tapicé mi cuarto: cada noche seguía escuchándolos.

Por eso detesto vivir en estos multifamiliares. De un lado los niños molestando todo el día; del otro; ellos, siempre ellos. A las seis de la mañana, por ejemplo, los niños tienen que salir rumbo a la escuela y empieza el agua de la regadera, la señora lavándose los dientes, todos gritando. Ellos –los del otro lado- no hacen escándalo aún. Están dormidos, plácida y satisfactoriamente dormidos.

A los niños los soporto. Con un esfuerzo lo consigo. Aunque a veces, como el día en que me rompieron la ventana, he estado a punto de golpearlos. A ellos –los del otro lado- me gustaría hacerles algo. Salen a la calle tomados de la mano, regresan de sus comprar dándose uno que otro beso, suben la escalera abrazados. Son, en suma, una pareja perfecta. Él nunca llega tarde; a las ocho en punto oigo su llave en la cerradura y poco después la puerta se cierra, el primer beso… Lo demás lo he escuchado tantas veces.

Estoy cansado de su monotonía, de cómo destilan miel –y miel de la peor-. Si tan solo pelearan, si algún día él la golpeara estrellándola contra el suelo o ella –por qué no, es muy hermosa- tuviera un amante: otra voz que oír. Todas las noches contemplo con mis oídos la misma sinfonía del amor compartido, el mismo desafinado concierto de la felicidad eterna. ¿Puede haber algo más terrible?

En vano he luchado para encontrar una grieta, una pequeña fisura en sus relaciones. Sé que los martes a las diez ella sale con sus bolsas rumbo al mercado sobre ruedas. Me he hecho tonto junto a su puerta pocos minutos antes fingiendo subir la escalera. La saludo. Invariablemente sonríe. Me sostiene la mirada con sus ojos brillantes y saltones –llenos de vida- y me da los buenos días. En algunas ocasiones he ofrecido acompañarla para que no cargue. No gracias. No me necesita. Es autosuficiente.

Entonces siempre entro a mi departamento, caliento un poco de agua para café y prendo el televisor. Un jubilado ya no puede esperar mucho de la vida, lo sé. Un viudo no puede pretender aventuras maravillosas –sobre todo después de los setenta-: lo comprendo. ¿Pero acaso no merezco al menos estar tranquilo?

He imaginado que la casa de los Robles –con ese apellido, de veras- le cae una bomba encima, se incendia, desaparece y ya. He pensado lo que sería de Dulce –así se llama previsiblemente, debido a su carácter- si se quedara esperando a su esposo hasta muy noche, digamos las dos de la mañana. En su lugar dos policías pidiéndole que los acompañe a reconocer el cadáver. Son cosas que se me ocurren nomás, sin ninguna esperanza, como un pasatiempo. Nada sucede, nada modifica las costumbres. Son poco más de las nueve, y hoy –igual que hace mil quinientas treinta y dos noches que he contado con paciencia –su cama rechina, Dulce gime un poco y los oigo – ¡qué asco! – haciendo el amor.

Me atrevería a matarlos, no tengo nada que perder. Prenderles fuego, dejarles abierta la llave del gas, cualquier cosa que ponga fin a su existencia sin sabor, sin altibajos, sosa, que ya no tolero. Podría idear un plan terrible en el que yo, como vecino caritativo, pusiera sobre avisa al esposo de las relaciones que Dulce mantiene con cualquiera, ya se ocurriría el nombre. Tengo derecho de testigo presente, visa permanente de sus ruidos. Ellos lo saben, a mí también me han oído hasta jalar la cadena. Podría vender este departamento, irme a un asilo, olvidarme de Dulce y su amarga cotidianidad con sabor a lo mismo. Podría, incluso, cambiar mi cama a la sala, yo nunca recibo a nadie. Y con la cabecera dando al pasillo. Olvidarme de su existencia. Los niños del otro lado se duermen temprano.

Podría. Claro que podría. Pero ahora que esta mañana Dulce me ha dicho que se muda, que a su marido lo han cambiado de ciudad en su trabajo, yo le digo que la voy a extrañar y sin despedirme, sin saber por qué entro corriendo a mi casa, me cambio y me acuesto. Son cuarto para las ocho. En un momento todo se repetirá. Es la última noche que oiré a Dulce. Después de todo, los niños son tan aburridos.

Pedro Ángel Palou

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