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Cura de agua

Desperté bajo agua. Nunca lamenté tanto haberme rendido al sueño. Tragué y emergí sobre la espuma recordando un método de tortura practicado por la CIA que el día anterior intentó explicarme un alcalde de izquierda que entrevisté para la revista. Me dijo que era conocido como «cura de agua» o waterboarding, y que consistía en someter a los sospechosos a un ahogamiento simulado. Su inglés no era muy bueno. En realidad, su dicción era pésima y poco me interesaba su verborrea antiyanqui, pero debía entregar una entrevista de emergencia para cubrir las centrales de la edición de mayo.

Salí de la bañera; era tarde. Quité el tapón y me quedé un rato observando el remolino de agua espumosa. Concluí que, tras noches de desvelo, mejor resulta tomar una ducha rápida. Me paré frente al armario y asumí con resignación la tarea de hallar velozmente un atuendo apropiado. Tardé menos de lo que había anticipado. Camisa blanca, chaqueta negra y unos blue jeans. Más que discreto, me sentía gris. Así también estaba el día; lo descubrí apenas salí del edificio: caía una fastidiosa llovizna y ya no tenía tiempo para regresar por mi paraguas.

Estiré la mano y detuve un taxi. La cola era infernal. En Caracas, cuando sales 15 minutos tarde te atrasas media hora. Pero a veces, cuando tu retraso es de veinte minutos, puede costarte hasta media mañana. Apenas avanzamos dos cuadras en tres cuartos de hora. El chofer no paraba de mirar su reloj y cuando alcanzamos el semáforo de la urbanización Caurimare, se estacionó a un lado de la vía.

—Hermano, tenía que buscar un cliente en Plaza las Américas y no esperaba esta cola. Si cruzas la calle acá, allá mismo tienes el Metrobús que puede llevarte.

—Está bien, tranquilo —lo interrumpí, consciente de que no tenía tiempo para perder en una discusión inútil.

Cuando bajé del taxi llovía más fuerte. Recordé nuevamente a los presos de Guantánamo. Y el waterboarding. Justo advertí que había olvidado la lonchera con el almuerzo sobre la mesa de la cocina. Pensé que, si bien mi día no podía equipararse con una jornada de tortura a mano de agentes de la CIA, ya se perfilaba considerablemente tortuoso. Respiré; inhalé el tráfico y la lluvia y seguí al hombrecito verde que me invitaba a cruzar la calle. Mientras avanzaba sobre el rayado blanco miré a un lado y observé una fila de conos naranja sobre el asfalto negro, una fila de conos naranja que me hizo recordar que a esa hora de la mañana habilitaban un canal adicional en sentido oeste y que había mirado hacia la dirección equivocada.

No recuerdo cuántos giros di en el aire. Tampoco vi el carro que me golpeó. Justo cuando comprendí la gravedad de mi distracción, la estridencia de un frenazo me paralizó y apenas atiné a cerrar los ojos y apretar los puños. Desperté en el asfalto dos o tres segundos después, pero cuando vi a la gente corriendo hacia mí y asimilé lo que había ocurrido, volví a desmayarme.

—No pasó nada, Manuel, ven acá… —Jessica, mi confidente de la oficina, intentó consolarme.

—Sí pasa, Jessi, tú no sabes… —le respondí, aunque aún dudaba si contarle lo que padecía desde que desperté en la emergencia de la Policlínica Metropolitana y el doctor de guardia me dijo que solo había sufrido una leve contusión.

— ¿Qué te pasa ahora? No me digas que te quieres hacer una nueva resonancia. No te voy a acompañar esta vez, Manuel. Mira, que ya ni se te nota la cicatriz… apenas fueron cuatro puntos, chico.

—No, es otra cosa. No me vas a entender…

—Dale, Manuel, que es media mañana y aún no hemos redactado una sola línea.

—Es que… te explico: me siento que ya no soy yo… o que no soy solo yo. Es algo que me está sucediendo desde el accidente. Mira, siento que hay otra persona un poco atrás de mí… está unos dos grados hacia atrás. ¿Recuerdas la otra noche cuando discutíamos sobre dónde está uno realmente?

—No…

—En la reunión de Jean Carlos…

—Manuel, esa noche tomaste demasiado…

— ¡Jessica, hablo en serio! ¿Recuerdas que concluimos que uno, la esencia, el alma, tiene que estar ubicado en un punto en medio de los ojos? Pues, nada, siento que hay otro que reposa adherido a mí, pero a unos dos grados de inclinación de ese punto.

—Manuel, tienes que relajarte. Apenas te diste un coñazo, un tremendo coñazo y pasaste un gran susto, pero ya sacúdete todo eso…

Jessica fue la tercera y última persona a quien le conté lo que experimenté desde el día del accidente. Semanas después intenté escribir un relato, pero fue inútil. Sentía que el tipo pegado a mi espalda me chupaba el talento. Lo tenía y no lo utilizaba, simplemente permanecía guindado, adherido en silencio… como disfrutando mi pesar. Nunca fui tan cruel con nadie, concluí.

Inicié un descenso indetenible. Los intentos de Jessica por hacerme desistir de renunciar fueron en vano. No podía escribir, sencillamente no podía y prefería un retiro honroso a la humillación de estrellarme escandalosamente. Me dejé crecer la barba por primera vez. Aunque, frente al espejo, ya no sabía si era yo o él. Una tarde decidí preparar mi sándwich favorito: pastrami, queso emmental, pepinillos y cebollas asadas; me pareció asqueroso. Enseguida me convencí de que a él le hubiese encantado y lo eché a la basura. Había perdido el gusto por algunas cosas. En verdad, ya no sabía qué más había perdido o qué otra cosa me había arrebatado el otro.

Pasaron meses de encierro y soledad, una soledad que no era tal. Un domingo me apeteció un baño de bañera. La llené solo con agua caliente, sin espuma (ahora tampoco me gustaba). Recordé que el día de mi accidente también había empezado con un baño de bañera. No sé por qué, recordé también el alcalde de izquierda y el waterboarding. Concluí que mi huésped indeseado merecía una pequeña tortura, aunque fuese simulada. Deslicé la cabeza por el borde de la bañera y me sumergí. Pegué la espalda al fondo y comencé a observar las burbujitas que salían de mi nariz y la lámpara que bailaba en el techo. No creo haber superado un minuto de inmersión, cuando escuché mi propia voz pidiendo clemencia. Apreté los pulmones y cerré los ojos: él me había quitado la compasión y ahora no podía devolvérmela.

Raymond Nedeljkovic

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